-ROSBAL-
Rosbal era su otro nombre, su personalidad secreta. Cuando estaba sola, no le gustaba la compañía; tampoco cuando estaba triste o cuando estaba alegre, o sea, casi siempre, Miriam se sentaba en un rincón y se ponía a imaginar la trepidante vida de Rosbal.
Era una tarde de verano, de esas en las que no apetece hacer nada, cuando sonó el timbre de mi casa, y apareció mi tía Doris que, como cada lunes, venía a hablar con mi madre de sus cosas: ropa, enfermedades y maridos.
-¡Ya no aguanto más! – pensé, y cerré los ojos.
Aparecí en una isla desierta, y de pronto vi algo grande que venía hacia mí. Más tarde supe que se trataba de un barco pirata enorme.
- ¿Quieres que te llevemos a dar una vuelta?- me gritaron desde arriba.
Yo dudé, pero al final me dije ¿Y por qué no?
-¿Cómo te llamas?
- Yo, Rosbal, ¿y usted?
-¡Oh, vaya ¡¡Cuánto tiempo hacía que no me trataban de usted! La gente ya me ha perdido respeto…En fin, llámame Capitán.
Me dieron muy bien de cenar y me acosté pronto; pero me levanté sin que me vieran y me fui a investigar por el barco. Era increíble, en todo aquel barco, que era enorme, parecía que solo estuviera yo, y decidí volverme a acostar.
A la mañana siguiente me encontré con el capitán muy enfadado y me dijo:
-Anoche te vi rondando por el barco, y tengo malas noticias para ti.
-¿Cuáles?
- Este barco está maldito desde el principio de los tiempos, pero su maldición solo afecta de noche a los que salen de su camarote; entonces nos comemos a los malditos; siento no habértelo dicho antes, pero somos piratas y nos comportamos como tales, así que no queda más remedio que comerte para evitar que nos transmitas tu maldición. ¡Adelante muchachos! ¡Tenemos carne fresca!
Vi a más de dos centenares de personas; como cambiaba aquello de la noche a la mañana, y nunca mejor dicho. Eché a correr desesperadamente, pero aquel barco parecía no tener fin, y, cuando ya llegaba al extremo, me quedaba atónito, sin saber qué hacer. Correr no tenía sentido, así que decidí parar en seco, pero me pasé de frenada: di una vuelta a la valla que cubría el borde del barco y caí de cabeza al mar. No sabía nadar, y sentí un cosquilleo como si un tiburón acariciase mis pies. Sentí pánico, un pánico que se esfumó cuando advertí un agujero en su cabeza. Era un delfín, pero no un delfín cualquiera, no, era Rodolfo, mi amigo Rodolfo.
-¡Rosbal! ¿Qué haces tú por aquí?
-¡Rodolfo! ¡Otra vez me has salvado la vida!
Me subí a su lomo y me acercó hasta la orilla. Yo sólo quería descansar.
-¡Miriam!, ¡Ve a despedirte de tu tía!
Justo después de que tía Doris atravesara la puerta, unos niños le dieron un empujón; y escuché unas palabras que me resultaron familiares:
-¡Malditos niños, me los comería!