RELATOS DE CLASE
1.- SE BUSCA VIGILANTE PARA RESIDENCIA
2.- BAJO LA TARIMA DE CLASE
Se busca vigilante para residencia
Personas interesadas, a poder ser muy competentes
y con experiencia, llamad al: 614 86 16 02
Yo siempre me he considerado una gran persona; siempre he sido muy amable con los demás, bastante bondadoso, y me tomo mi trabajo muy en serio. Pero, pese a mis virtudes, siempre he sido consciente de dos defectos que jamás pude superar: mis problemas económicos, y el ser muy curioso. Es algo inevitable; todo aquello que desconozca, tengo que tocarlo, o verlo de cerca. Quizás alguna vez he oído una conversación que me ha llamado la atención entre dos personas, a las cuales no conozco de nada, y no he podido abstenerme de hacer preguntas acerca de lo que están hablando.
Como era mi costumbre, por la mañana iba a una pequeña taberna que había cerca del edificio donde residía. Aquel día, un hombre con un largo cabello rubio tenía un periódico entre sus manos, en el cuál vi unos títulos que llamaron mi atención.
Por suerte para mí, el hombre se levantó de su asiento, y se dirigió al cuarto de aseo. Era mi oportunidad; me levanté de la mesa donde estaba tomando mi café, y me dirigí al lugar donde se encontraba el diario.
De pronto, mi vista se dirigió hacia un simple anuncio publicitario en el que se buscaba a un vigilante para una residencia, y donde se incluía un número telefónico. No aguardé un instante, arranqué un pequeño trozo de papel del periódico y anoté el número con un bolígrafo. Regresé de inmediato a mi mesa, antes de que el hombre volviese a su lugar.
Aquel trabajo era perfecto para mí; un hombre capaz de permitirse vigilancia en su residencia podría arreglar mis problemas económicos, si el sueldo era bueno, y mi costumbre de curiosearlo todo me ayudaría a conocer incluso el lugar más recóndito de aquella mansión en muy poco tiempo.
Esa misma tarde llamé al número. Una voz ronca que provenía de un hombre llamado Fred Lawrence me respondió. Fue una conversación breve, únicamente me dijo su nombre, y propusimos un lugar donde hacer la entrevista.
Nos reunimos en una cafetería cercana a su mansión. Fred Lawrence era un hombre de tercera edad, un poco entrado en carnes, con el pelo canoso y la piel un tanto oscura y arrugada. Durante la conversación, me hizo preguntas propias acerca de mi forma de ser, que respondí con sinceridad. Ni siquiera me pregunto mi nombre. Finalmente, decidió asignarme un turno nocturno. Aquel mismo día ya podría comenzar a trabajar.
Entré en la residencia. Frente a la puerta se hallaban un uniforme y un candil. El hombre, Fred, ya se había acostado. La casa estaba a oscuras, y mi trabajo consistía en pasear el candil por aquel amplio salón y aquellos largos pasadizos. Debía de llevar una hora en la mansión cuando decidí echar un vistazo a un antiguo buró, hecho de una madera muy fina, sobre el cual se encontraban un montón de documentos y fotos esparcidas.
Aquella gente que aparecía en los documentos y fotografías parecía ser su familia; su difunta esposa; Midna Smith, sus hijos; Carl y Moe, un gran número de hermanos que debió de tener...
Poco después, encontré un árbol genealógico. Lo primero que hice, fue buscar el lugar donde se encontraba mi actual jefe, Fred. Un terrorífico grito recorrió toda la mansión el momento en el que leí, junto a su nombre, las siguientes fechas: (1892-1968).
¡Oh, Dios mío! ¿Cómo podía ser? ¡El hombre que me había encargado un trabajo había fallecido hace más de cuarenta años! Exaltado, quise comprobar la existencia de algún otro barón llamado Fred en la familia Lawrence.
No resultó haber ninguno más. De repente, la gélida mano de aquel hombre se posó sobre mi hombro. Otro grito aterrador, esta vez acompañado de un fuerte llanto, resonó por las paredes. Tras esto, salí de un salto por la ventana, y regresé a casa a pie.
Al día siguiente, volví a pasar cerca de aquella mansión. No vi a nadie en ella. Al lado, había un cartel en el que aparecía grabado: “Antigua residencia Lawrence, en venta desde 1990”. Me quedé un rato especulando sobre aquello, y vi cómo el viento zarandeaba las hojas de un periódico, que acabó bajo mis pies. En aquel periódico se hallaba el anuncio. Pero ahora lo hojeé más detenidamente, y puse especial atención en la fecha del diario; 10 de marzo de 1887.
********
Bajo la tarima de clase
Mi nombre es Juan Carlos Reyes, soy un veterano y experimentado profesor de secundaria. En un principio, yo era profesor de una escuela. Pero, tras la desaparición de Enrique Campos, un antiguo profesor que daba clases en el mismo aula que estoy dándolas yo actualmente, me pidieron que le sustituyese.
Sería uno de aquellos últimos días del curso escolar, a partir de las cinco de la tarde, cuando estaba en la clase, sin compañía, corrigiendo tranquilamente los exámenes que los alumnos habían realizado aquel día. Me levanté un momento para ir al cuarto de baño, de pronto, una de las tablas de madera de la tarima que había cerca de mi mesa crujió. Lo ignoré y seguí caminando, otra de ellas se tambaleó, me detuve unos instantes, y continué lentamente hasta que, finalmente, la última tabla se partió en dos y caí dentro.
No estoy completamente seguro, pero podría afirmar que quedé inconsciente durante la caída. Cuando desperté, estaba completamente desorientado. Me costó un tiempo reconocer el lugar en el que me encontraba. Al parecer, estaba en un oscuro y siniestro sótano, donde había un par de centímetros de agua que dejaron mi ropa muy húmeda. Era algo que jamás había podido imaginar, ¿cómo podía haber algo tan profundo, bajo la tarima de clase?
Desde allí, podía divisar en el techo un enorme agujero por donde penetraba la luz, seguramente por el que caí, pero me era imposible alcanzarlo a tal altura. De modo que continué caminando, guiándome por un estrecho pasadizo que descendía lentamente, donde el nivel del agua era bastante considerable. De pronto, una repugnante bestia de pequeño tamaño, con unos afilados colmillos, hocico achatado y unas enormes alas peludas sobrevoló mi cabeza, emitiendo un chillido aterrador, lo cual me llevó a zarandear las manos en el aire y gritar como un desesperado, con el fin de ahuyentar al animal. Durante el camino, otro pequeño animal se cruzó conmigo, de un modo muy similar al anterior, con unos chillidos más intensos, aunque este último carecía de alas, y por tanto, no me sorprendió tanto su aparición.
Finalmente, llegué a una misteriosa cámara. Estaba iluminada por unas antorchas, y decorada con unas aterradoras y espeluznantes esculturas, semiderruidas, que parecían representar criaturas mitológicas, como gárgolas o arpías. Cientos de especímenes, como los que me habían atacado y sorprendido anteriormente, se encontraban esparcidos por todos los rincones de la sala, los cuales ahora quedaban al descubierto bajo la luz, que parecía molestarles.
Tan pronto como descubrí que en una de las paredes había unas inscripciones en latín, me puse a traducirlas: “Si quieres encontrar el tesoro, sigue las instrucciones que diste a tus pupilos. En la pared de la derecha, encontrarás un pasadizo secreto. Recuerda, ¿qué debes hacer para acceder?”.
La respuesta era muy sencilla para mí. ¡Tenía que llamar antes de que me atendiesen! Me dirigí a la pared, y di dos toques suaves en la puerta. De pronto, un enorme fragmento de piedra que cubría la pared se derrumbó, y dejó al descubierto un estrecho pasillo.
En el suelo, había otras inscripciones: “Decenas de bestias siniestras acechan ocultas la aparición de una víctima, recuerda cómo debes cruzar el pasillo para no ser atacado”.
¡Otra respuesta muy sencilla para mí! ¿Cuántas veces habré repetido a mis alumnos que no deben correr por los pasillos? Caminé muy lenta y sigilosamente. Llegué al final del pasillo sin encontrarme con ninguna de las mencionadas criaturas.
Llegué a una enorme cámara, muy distinta a la anterior, en esta yacían tres piedras rúnicas encaradas hacia el pasadizo por el que había accedido. Al fondo de la sala, había unas escaleras de piedra, en muy mal estado, que conducían a un gran cofre dorado, bajo estas, había un enorme agujero. En la primera piedra, que estaba frente a mí, se encontraba la última inscripción: “Debes llegar siempre con puntualidad”.
De pronto, unos cuantos fragmentos de piedra se desprendieron del techo de la habitación y se estrellaron contra el suelo. Dos enormes trozos de roca bloquearon el pasadizo, y el suelo comenzó a temblar, ¡tenía que huir hacia las escaleras! Me apresuré en llegar al cofre, los peldaños iban cayendo, uno a uno, a medida que posaba mi pie sobre ellos, y desaparecían en aquel abismo del que no podía verse el final.
Conseguí ascender las escaleras hasta llegar al cofre, y cuando lo abrí el derrumbamiento cesó. ¿Qué podría hallar, en un cofre de esas dimensiones? ¿Tal vez oro, tal vez joyas antiquísimas o reliquias? ¡Podría volverme millonario, planear un viaje y no volver a trabajar nunca más!
Qué enorme decepción me llevé. Lo único que encontré en el interior del cofre fue una anotación hecha en un trozo arrancado de la hoja de un cuaderno, donde, con una letra casi ilegible y de muy mala caligrafía, habían escrito:
“Si has logrado abrir este cofre, ¡debes saber que Enrique Campos se te ha adelantado!”.
¡Increíble! ¡Había hecho todo aquello, había descifrado tantos escritos en latín, superado tantas pruebas, y corrido tantos riesgos para ser humillado por alguien que se había llevado mi tesoro! Mi cólera me condujo a golpear el fondo del cofre con un puño, y de lo cual me arrepentí.
Me fijé en un pequeño agujero que había sobre el techo, del cual colgaban unas escaleras de cuerda que subí, por las que es muy probable que huyese Enrique, años atrás. Aparecí por una trampilla semiabierta que había en el escenario del salón de actos del instituto.
Seguramente, la desaparición de Enrique Campos se debiese a un viaje a una isla tropical que pudo pagar con lo que encontró, donde ahora debía de estar relajándose frente a las olas del mar y tomando el sol, como hubiera hecho yo, de conseguir el tesoro.
David Sarrat González, 1ºB