La caja negra (Aurelio Trigueros)

LA CAJA NEGRA


Durante toda la semana estuvimos leyendo en primero de ESO relatos que iban a ser incluidos en el género de “cuentos de miedo”. Antes, y entre todos los alumnos, habíamos enumerado en la clase los ingredientes que podían formar parte de una cocina que llamaríamos “la cocina del terror”.


A mi me gustaba leerlos en voz alta. Y, al terminar, preguntaba si en algún momento alguien había sentido miedo. Casi todos me decían que no; otros, que no mucho; y algunos, que nada. Pero yo insistía en que lo importante era ponerse en situación, buscar espacios para esas historias, ambientes que permitieran situaciones extrañas, personajes vinculados al mundo del terror y del miedo, y llenar todo el conjunto de sensaciones de angustia, de pánico, de espanto.


Cada uno, y a su manera, fue contando sus ficciones, sus experiencias recogidas a través de sus lecturas, del cine, del cómic, o de lo que había oído contar en algún momento de su vida. Todos, según creo, pusieron su empeño en contar aquellos sucesos que habían inventado con mayor o menor acierto. Luego, sus compañeros los revivirían a través de mi voz y de las suyas.


Semana del Terror en el Insti


Pasé así dos clases o tres reviviendo las fabulaciones de Rubén, Damaris, Elena, Kamile, José Luis, Nuria, Marta y Gemma. Los demás, entre ellos, Tunay, Óscar, Gyokhan, Ángela y Nathalie también pedían que sus personajes tuvieran su eco en las paredes de la clase. Y mientras, otros como Raúl, Mar, África escuchaban atentamente. En cambio Medhi, Josua, Andrea y Jordi parecían estar ausentes.


Decoración biblioteca Insti


La ambientación del vestíbulo y de la biblioteca nos había sorprendido a todos: allí convivían el Hombre Lobo, Drácula, Momias Vivientes, una araña de ojos maliciosos, gatos negros, vampiros, murciélagos, búhos… Además, en el centro, varios ataúdes – eso sí, llenos de novelas y cuentos de terror- compartían el escenario con dos largas y enormes cortinas negras que, adornadas con cruces de cementerio, se extendían desde la barandilla superior de la parte frontal hasta el suelo.


Para acceder a la biblioteca, su pasillo, cuyo aspecto había cambiado por ese toque casi tenebroso de más de cien ojos sangrientos, elaborados en papel, nos conducía por un laberinto perverso y ahora desconocido. En la biblioteca, cuando entrabas, quisieras o no, penetrabas en una continuidad tétrica, negra, oscura, en donde las lápidas y las hornacinas con muñecas rotas presidían el espacio. La biblioteca con sus estanterías y sus libros había literalmente desaparecido: el placer de la lectura, de la visión de sus libros, de las ilustraciones de sus portadas, el color haya de sus mesas y sillas, se habían transformado en algo inusual, lóbrego, sombrío, fúnebre, enigmático.


Ambientación Vestíbulo


Pero todo era simplemente un juego ambiental, creado artificialmente con telas, cartulinas y papeles negros, adornados con figuras y formas humanas sacadas de ficciones literarias.


Drácula


Sin embargo, algo presagiaba que todo no acabaría aquí. Y fue cierto. Tan cierto como la caja que alguien me dejó en la mesita de noche este domingo a las tres de la madrugada y que tengo ahora sobre la mesa.


Sonó el teléfono y una voz ronca, temerosa y susurrante me comunicó que había saltado la alarma del Instituto en la planta segunda, en donde estaban las aulas de primero de ESO. Cuando intenté decirle que probara de nuevo a poner la alarma, ya habían colgado.


Me vestí, bajé a la calle, cruce hasta el garaje, puse en marcha el automóvil, un Ford-Focus azulado de 1999, y corrí hacia el Instituto. Abrí primero la puerta de la valla, después atravesé el patio, y, por fin, la puerta de entrada del edificio viejo. Se oía desde fuera la alarma, pero su sonido no era el de siempre, era como un gemido largo, doloroso, penetrante, que poco a poco se hacía más intenso, y llenaba la noche de espanto sonoro, de ruidos entrecortados, de susurros inacabables.


La puerta se abrió sola, despacio, muy despacio, chirriando de un modo ensordecedor, monótono, como si alguien me invitara a entrar en un mundo desconocido, en donde algo espantoso podría ocurrir. Las luces del vestíbulo se encendían  y apagaban al ritmo de una música aguda, fuerte, indescriptible, un clamor de chillidos que iban abatiendo mis oídos, y las velas, repartidas en círculos siniestros por el suelo, ardían crepitando en un largo vaivén de llamas agónicas que hacían el espacio irrespirable. Un soplo maléfico oprimió mi garganta ahogándome, asfixiándome, dejándome inmóvil por un instante, insensible y paralizado.


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Intenté llegar a Consejería, desde donde pensaba llamar por teléfono a la Guardia Civil o a la Policía Municipal, pero entonces, y sólo entonces, escuché un alarido aterrador que salía de los ataúdes en los que por la mañana sólo había libros. Ahora, sin embargo, figuras casi humanas, envueltas en largos velos fúnebres, crecían a lo largo del vestíbulo… y se movían. Sí, se movían lentamente y venían hacia mí. Las telas negras del techo se transformaron en murciélagos diabólicos que mostraban, una y otra vez, sus colmillos repugnantes, sucios, negros, manchados de tintes rojos, sangrientos, brillantes. Y volaban a mi alrededor. La araña de la entrada adquiría proporciones sobrehumanas: sus patas eran ahora tentáculos gelatinosos de más de un metro; sus ojos negro azabache, ensanchados y agrietados por la cólera, me miraban con feroz indignación; y su movimiento era acompasado, rápido, certero, y en una dirección muy precisa: yo era el objetivo de su odio y la presa que quería alcanzar. El hombre lobo, al fondo, con sus fauces sangrientas, sus garras amenazadoras y su aullido desgarrador, se unió a las momias que resurgían con suspiros demoníacos, al mismo tiempo que, desatando violentamente con sus manos pálidas y trémulas los jirones de las vendas y paños que las recubrían, iban volviendo a la vida. El hombre vampiro, que estaba junto a la araña, lanzó un grito salvaje, brutal, estrepitoso, y se llenaron las órbitas de sus ojos de carmín, al mismo tiempo que sus largos y afilados colmillos mostraban sus ansias y sus carencias de sangre humana.


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Yo estaba aterrado por esta confluencia perversa y cruel de seres que parecían de ultratumba y permanecí inmóvil. No sabía donde mirar, así que imaginé que un lugar seguro podría ser la biblioteca, pero veía difícil poder llegar hasta allí. Y me acordé del pasillo, de los cientos de ojos que colgaban de sus paredes, de sus formas amenazadoras, del olvido de sus antiguos dueños. Pero un silbido agudo me sacó del ensimismamiento en el que había caído. Hacia mí, y sin que pudiera evitarlo, volaban ingrávidos, veloces y puntiagudos como cuchillas los ojos que, en este instante, sí tenían dueños. Rubén, Damaris, Elena, Kamile, José Luis, Nuria, Marta y Gemma y los demás formaban ahora un mundo de espectros que se unían al creciente tumulto de risas y voces ahogadas que taladraban mis oídos y amedrentaban mi ánimo.


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No sé cómo sucedió ni me importa, pero pude alcanzar la puerta del ascensor acristalado que está al fondo, y me metí en él. Allí creía que estaría a salvo y que no oiría más sonidos estridentes ni amenazantes. Pero no fue así. La puerta del aula de Dibujo, situada en la primera planta, retumbó como si hubiera habido una detonación, una explosión de maullidos, una fuerza incontenible y seca de gritos inhumanos. Un susurro espeluznante acompañaba a la figura deforme que iba arañando  las puertas a medida que avanzaba. Primero, el departamento de Historia, luego, el de Lengua, después, el de Filosofía y, finalmente, el Aula de 3º. Desde donde estaba, pegada mi frente a los cristales del ascensor, pude ver allá arriba, en el rellano de la escalera, como la presencia de un gato negro, que corría ahora furibundo por las escaleras hacia abajo, atemorizaba a quienes en este mismo momento rodeaban el ascensor mostrándome su garras, sus dientes, sus ojos sangrientos, su mirada asesina. Bastó su presencia sórdida para tranquilizarme y para alejar de allí a todos esos seres espeluznantes ansiosos de venganza.


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Tal vez un segundo después, el cuerpo deforme del gato se deshacía en el último peldaño, viscoso, grasiento, resbaladizo, al mismo tiempo que desaparecía pudriéndose y dejando tras de sí un intenso olor fétido y maloliente que se transformaba en una cajita negra.


No supe qué pudo ocurrir después, ni cómo volví a casa. Sólo sé que al levantarme hoy para venir a clase, estaba sobre la mesita, al lado del despertador, esa cajita negra, luminosa y brillante, que debió salvarme de los infiernos.


Y,  si he querido contároslo hoy, es porque durante estos tres días que nos quedan hasta le fiesta de “Todos los Santos” pudieran ocurrir situaciones y circunstancias especiales a cualquiera de vosotros. Sin embargo, y por si acaso, dejáremos en la entrada esta cajita negra que aún no sé cómo llegó a mis manos. Sin embargo, estoy convencido que esta cajita posee un poder especial, y no por ella, sino por los antídotos secretos que encierra. Y si alguno de vosotros se atreve a abrirla, es posible que halle alguno de los ingredientes de vuestra “cocina del terror”.


Aurelio Trigueros.