LA OCASIÓN DE LAS PALABRAS (Inés Zugasti - 1º ESO)

LA OCASIÓN DE LAS PALABRAS


Andrea se vistió deprisa y corriendo. El vestido azul y las medias blancas le quedaban estupendamente. Se echó hacia atrás la puntilla que recorría el borde del vestido; quedaba más bonito así. Después de calzarse unos lujosos zapatos rojos, salió a la calle con decisión. Caminó el corto espacio que separaba su casa de la plaza del ayuntamiento. Los ojos de Andrea chisporrotearon de alegría al comprobar que su reloj de pulsera no se había equivocado: era día dieciséis, y al día siguiente empezaban las fiestas del pueblo. Atravesó corriendo la plaza, de lado a lado. Sus bonitos zapatos rojos chocaban contra las piedras del suelo, haciendo un ruido muy particular. Agarrándose a la barandilla, Andrea subió las escaleras del ayuntamiento de dos en dos.



     Arriba, en el enorme recibidor decorado unos cuadros de acuarela, la niña formuló una pregunta a la secretaria. La mujer asintió con una sonrisa y se adentró en una habitación pequeña, cerrando la puerta tras ella. Volvió con pasos rítmicos y con un folleto de colores chillones en la mano. Se lo tendió a Andrea. La niña lo cogió acompañándolo de un gracias, y desapareció enseguida detrás de un gran portón que separaba esta sala de las escaleras.



    Andrea se sentó en un banco próximo al ayuntamiento y se puso a hojear el folleto. Arriba del todo, enmarcado con un recuadro rojo de fondo amarillo, Andrea leyó:











LA GRAN OCASIÓN DE LAS PALABRAS



Una palabra marcará tu destino.


Una palabra por sólo 20€.


Al alcance de tu mano.


Prueba suerte






Andrea se levantó del banco y echó a correr en dirección a su casa.






  • ¡No!- dijo su madre- ¡Ni hablar! No quiero que te juntes con esos vendedores ambulantes de pacotilla que no hacen más que engañar a la gente. Si te doy dinero, te queda totalmente prohibido acercarte a ese … ¿Cómo se hace llamar? ¿Vendedor de palabras? – dijo la madre de Andrea, soltando una risa sarcástica- . ¿Entendido?




  • Vale mamá – dijo Andrea, con una sonrisa de niña buena.





Ese día la niña se imaginó a ella misma mil veces sacando una palabra de una bonita caja de cartón. Entonces, ella leía la palabra y se ponía loca de contenta porque le había tocado “belleza”, “alegría” o “amistad”. Al mismo tiempo que le decía a su madre que le había tocado “belleza”, la nariz se le ponía recta, y los dientes ordenados, y en su cara aparecía la imagen de la Bella Durmiente, la película que tantas veces había visto.



Cuando Andrea volvió del mundo de la imaginación ya tenía las cosas claras: compraría una palabra, dijese lo que dijese su madre.


Andrea se puso su traje de domingo, después de prometerle a su madre que no lo mancharía, y guardó orgullosamente 25€ en su monedero rosa. Llevaba el pelo recogido con un lazo azul marino y de sus orejas colgaban dos bonitos pendientes con una bola roja cada uno. A sus zapatos negros de broche se les notaba la reciente cepillada y la mano de betún que les había dado su made.



Apretando el bolsillo derecho donde había guardado el monedero, Andrea bajó las escaleras de su casa y se dirigió hacia la Plaza del Mercado, a paso ligero.



A causa del suave viento que corría en el pueblo, el vuelo de su vestido se levantaba continuamente y dejaba al descubierto dos muslos bastante regordetes y blancos.



A medida que Andrea se iba acercando a la Plaza del Mercado, el bullicio se iba haciendo más audible. Se notaba que todos los puestos se estaban empezando a montar.



Andrea respiró hondo y miró hacia su derecha; no se había equivocado. Ese olor a pino no podía ser más que el del puesto de figuritas de madera que montaba todos los años el viejo Pedro, el carpintero. Las figuras estaban ya puestas en fila, de una en una, a la vista de todo el mundo.



Enfrente, el puesto de verduras que llevaba Juana estaba a medio montar. Las lechugas frescas, los tomates maduros y las patatas amarillas estaban en una vieja barquilla, en el suelo. En el sitio que siempre ocupaba el puesto, Juana, ayudada por su hija, montaba un toldo verde en el que podía leerse: “Recién cogidas”.



Andrea dio la vuelta a un pilar y se encontró un hueco vacío. Un hueco vacío en medio de todo el trajín de ida y vuelta de cajas, mercancías y toldos. Allí siempre se ponían los mercaderes ambulantes, quienes llegaban muy pronto, casi los primeros. Nunca se retrasaban. Andrea tragó saliva pensando en el vendedor de palabras. Le costaba creer que todo ese montaje fuese una simple mentira para atraer a la gente al mercado.



La niña decidió dar una vuelta por todos los puestos, pensando que el mercader llegaría más tarde. Cuando Andrea ya iba a visitar el decimoséptimo puesto, un carro tirado por dos pequeños mulos bajó la cuesta de acceso a la plaza. Dentro de él estaba un viejo con una barba milenaria llena de migas de pan. En sus callosas manos llevaba un cofre sucio, polvoriento, muy antiguo. El carro paró enfrente del hueco vacío que Andrea había visto antes. El viejo se bajó del carro ayundándose de un bastón de madera que amenazaba con quebrarse a cada paso que daba en anciano.



Extendió una simple manta en el suelo y puso el cofre encima de ella. Con una voz extrañamente fuerte para su edad, el viejo se puso a gritar: ¡Palabras! ¡Vendo palabras!



Para cuando Andrea llegó jadeando al puesto, ya había tres personas esperando en fila. La primera se adelantó, y el viejo harapiento le susurró algo al oído. Después, el cliente se agachó y metió la mano en el cofre, a través de una ranura practicada a un lado. Al extraer la mano, ésta venía acompañada de un papel en el que ponía: “Felicidad”.


El agraciado con la “felicidad” dio un chillido de alegría y se fue contentísimo. Con el siguiente pasó lo mismo, y con el tercero, también. Les salieron palabras dulces y hermosas, y Andrea pensó en qué don le tocaría a ella.



El viejo le hizo una seña para que se acercase y le dijo al oído: ¿Tienes los 20€? Al ver el billete que le tendía Andrea, el anciano sonrió y con un geste con la cabeza le invitó a coger una palabra. Andrea metió la mano dentro del cofre. Allí notó un cambio brusco de temperatura. Dentro hacía frío. Después de tocar miles de trocitos de papel, la niña escogió uno. Lo sacó del cofre con un rápido movimiento y lo leyó: “MENTIRAS”.



A Andrea se le emborronó la vista y dos gruesos lagrimones le recorrieron el rostro, seguidos de muchos más. Alguien, entre la fila de espera, le preguntó: ¿Qué te ha tocado, Andrea? Con el papel en la mano y sintiéndose muy desgraciada, respondió:






  • No, no, nada malo. Todo lo contrario –dijo Andrea- lo único que me pasa es que me ha entrado algo en el ojo y no puedo parar de llorar –respondió la pobre niña-.Ella ya sabía que ésa iba a ser su primera mentira, pero no la última.






Inés Zugasti 1º B