NOCHE DE LOBOS
El aullido agudo desgarró el silencio de la noche de una sola cuchillada. Los que vendrían después ya tan sólo serían el eco agonizante del primero, el reflejo borroso e impreciso del peor, el más temido.
Como cada noche de luna llena, el aullido la despertó de su sueño. Tras la ventana, la niebla espesa de febrero anegaba las calles y el eco trémulo del primer aullido todavía podía sentirse en las piedras, en el aire. A través de la neblina ella no veía, pero adivinaba la silueta de la montaña cercana, que se recortaba en el cielo, tenuamente iluminada, todas las noches de luna llena. Todas las noches de lobos.
Todos los meses el aullido la despertada y se incorporaba en la cama para mirar por la ventana. Todos los meses lo escuchaba bañada en sudor, con el corazón acelerado, con todos los músculos en tensión y la mirada desorbitada, casi enloquecida. Cuando el sonido se apagaba, aunque bien sabía que era sólo momentáneamente, se escurría de nuevo entre las sábanas, sintiéndose entre excitada y atemorizada, con la emoción a flor de piel, sin abandonar su continuo estado de tensión y nerviosismo. Y todos los meses, por mucho que lo negara, esperaba impaciente la llegada de la luna llena y del primer aullido, que no por esperado sonaba menos terrorífico. La gente de la zona siempre había dicho aquello de que el primero era el más aterrador. Y lo era realmente por ser el anunciador de los demás, por ser el más inesperado. Una vez el primero sonaba entre las montañas, los habitantes sabían ya que les esperaban largas noches de insomnio y terror y aullidos escalofriantes.
Sucedía así desde que todos recordaban. Al llegar la luna llena, cientos de lobos se reunían en las montañas y aullaban durante las noches siguientes hasta el amanecer, sin descanso. O al menos eso parecía. Nadie se aventuraba por la montaña para verlos. La gente se encerraba en las casas utilizando el primer aullido como toque de queda. Pero nadie hablaba. Si algo había sabido respecto al tema Aurora, era que había en torno a él un tabú que nadie quería romper. Parecía que la gente temiera hablar sobre ello, como si revelar la razón de todo aquello pudiera poner a los habitantes del valle en un peligro mayor del que ya de por sí estaban.
Aurora recordaba una ocasión, hacía más de diez años, en la que preguntó a su abuelo por qué los lobos aullaban sólo con la luna llena. Vio palidecer a su abuelo y él rápidamente le tapó la boca con la mano. Después la cogió por el brazo y se la llevó a rastras, todavía con la boca tapada, al sótano de la casa. Aurora sintió un miedo terrible. Por un momento creyó que su abuelo quería encerrarla, pero él, sin ni siquiera destaparle la boca a la niña, comenzó a hablar atropelladamente, queriendo acabar lo antes posible:
-Voy a contarte algo que no quiero que le cuentes a nadie, ¿entendido? –ella asintió-. Este valle no es lugar parar vivir. Ni yo, ni tú, ni nadie deberíamos estar aquí. Aquí hay algo que es mejor no saber. Aurora, quiero que te marches de aquí en cuanto te hagas mayor y que no regreses a buscarme, ni a mí, ni a tus padres, ni a nadie del pueblo, ¿me has entendido?
Al día siguiente, llegaron los aullidos y el abuelo enfermó. Estuvo más de dos meses postrado en la cama, tosiendo sangre, a pesar de que el médico aseguró que no padecía tuberculosis. Al tercer mes murió. Aurora recordaba el funeral de su abuelo como uno de los momentos más tristes de su vida. Aquella misma noche de otoño, tras enterrar al anciano, llegaron los aullidos de nuevo y, por primera y única vez en su vida, los sintió tristes y amenazantes, sobrecogedores. Nunca nadie más había vuelto a intercambiar con ella una sola palabra sobre ese tema. Por sí misma había podido comprobar cómo con los años los aullidos habían ido despertando en ella cada vez más interés, cada vez más excitación. Ahora vivía esperando la llegada de la luna llena para sentir de nuevo aquella euforia inexplicable que la sacudía, sin poder explicar por qué.
Aquella noche, la bruma ocultaba la montaña. Sentada sobre su cama, empapada en sudor, escuchando la música de los lobos, sintió que no le bastaba con escuchar sin ver. Sintió que los latidos de su corazón se aceleraban más allá del límite que nunca habían atravesado. Y sintió un impulso loco e inexplicable que la obligaba a abandonar la habitación. Llegó la primera pausa. Breve. Un instante en que los lobos callaban para volver con más fuerza. El instante que habitualmente Aurora utilizaba para volver con más fuerza. El instante que habitualmente Aurora utilizaba para volver al calor de las sábanas, de forma que cualquier ruido que ella misma pudiera hacer no interrumpiese el inigualable, bello y terrorífico canto de los lobos. Pero esta vez algo era diferente.
Un aullido… Otro más… El brillo mortecino de la luna… El silencio roto del valle… Nada más existía.
Aurora….
Una voz susurrando su nombre. La niebla moviéndose en espirales, incitándola a salir. Un paso… dos…
Un nuevo aullido… diferente… incitante…
La bruma acariciando su rostro con su textura helada. La niebla cerrando su camino, intentando protegerla. ¿Protegerme?, ¿de qué?
Aurora no seguía un deseo. No seguía un motivo. Seguía un instinto. Algo diferente, que nunca antes había estado ahí. Apenas era consciente de que sus pasos la estaban llevando fuera del pueblo; apenas acertaba a ver, a través de la niebla helada, hacia donde caminaba. Tan sólo sentía la presencia de las montañas y oía aquel susurro escalofriante que pronunciaba su nombre. Tenía que acercarse… De pronto, algo pasó por su lado rozándole la mano a una velocidad pasmosa, haciéndola despertar del trance. Algo pasó y se perdió en la niebla, entre los árboles. Fue como una súbita descarga. Al instante, Aurora se vio de pie, en el lugar justo donde comenzaba el bosque que ascendía las laderas de la montaña, rodeada de una niebla que apenas le dejaba vislumbrar las cosas a unos diez metros en torno suyo. Un nuevo aullido rompió la calma momentánea y, enseguida, se sintió desfallecer de terror. Se sintió atenazada por el miedo hasta el punto de sentirse anclada al suelo que pisaba, incapaz de dar un paso. Aterrada, volvió la cabeza, buscando a través de la niebla un camino que la llevara de regreso al pueblo, pero lo único que encontró fueron dos puntos brillantes en la distancia. Dos ojos de lobo que la miraban atentos a sus movimientos, dispuestos a saltar en cualquier momento. No tuvo tiempo ni de pensar. A lo que se dio cuenta y pudo razonar, se encontró a sí misma corriendo como jamás había corrido, sorteando árboles y piedras montaña arriba, desesperada y sin poder contener las lágrimas. Sin parar de correr en ningún momento, volvió la vista atrás para comprobar, horrorizada, cómo una pareja de lobos hambrientos corría tras ella ganándole terreno por segundos. Sus aullidos le estallaban en los oídos como bombas. El miedo racional había invadido ya todo su cerebro y era incapaz de pensar fríamente, cuando, de pronto, chocó contra algo y cayó desmadejada al suelo. Cerró los ojos. No quería ver. Se sentía acorralada e indefensa. Los aullidos devorando su poca entereza. Y durante unos minutos interminables esperó el momento final.
Pero no llegó. Y sintió cómo alguien la levantaba del suelo. Cuando Aurora abrió los ojos, jamás pensó poder ver lo que vería. Aquellos ojos grises. Brillantes. Aquella voz ronca y apagada que le recordaba a su abuelo.
Los lobos la rodeaban amenazantes, pero ya no tenía miedo. Muchos de ellos se deshacían en luz y aparecían a su alrededor hombres y mujeres. La luna también se desvanecía en la niebla. Los aullidos agonizaban.
De pronto, sintió un calor ardiente en su pecho, como si bajo su piel ardiera una antorcha. El fuego le quemaba. Le quemaba la piel, los huesos, el corazón. Y quería gritar para intentar apagar el dolor que sentía en su interior; pero de su garganta sólo salían aullidos: aullidos de lobo.
Al instante se dio cuenta de que sus ojos eran la luna. Brillantes, como ojos de lobo, capaces de ver a través de la bruma. Y su piel, curtida. Piel de lobo.
Impotente, se dejó consumir ya por aquel fuego que la devoraba, y ardía en su cuerpo como ardía la luna entre la niebla helada de la noche. Se dejó arrullar por las caricias de su abuelo, que había vuelto junto a ella después de diez largos años, para velar su dolor. Los demás hombres, mujeres y lobos, miraban impasibles, rodeados de una luz cegadora, de luna. Y mientras su cuerpo se deshacía entre llamas y rayos de luz, el último grito de Aurora, convertido en un aullido desgarrador, resonó por el valle por primera vez; y no sería la última en las próximas lunas llenas. Muchas le sucederían.
LAURA FLORENTÍN ARAGÓN