PARECE QUE LLOVERÁ
Y lo hubiera hecho.
Y me hubiera reído de aquel que sumido en el mayor temor osara contarme algo similar. Jamás lo hubiera creído aunque me lo juraran cien veces. Por esto no espero ni pido que creáis este relato, pues estaría loca si lo esperase. Sin embargo, no estoy loca, y tampoco es una simple pesadilla, podréis comprobarlo mañana mismo cuando mi cara aparezca en la portada de todos los periódicos anunciando mi muerte. Porque sé que esta noche moriré. Muerta. Con los ojos desencajados, entreabierta la boca, blancos los labios, muerta, muerta de horror. Así me encontrarán mañana.
Mi propósito inmediato es presentar al mundo, sucintamente, una serie de terroríficos descubrimientos que he llevado a cabo durante esta última y horrible tarde.
La cruel verdad es que, por alguna razón, siempre me había sido ocultada, hasta este momento.
Por mucho que intente alejar de mi mente estos pensamientos, no puedo evitar abandonarme a la evidente realidad, pues, una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desmanda y al que no sirve de nada tirar de la rienda.
Comenzaré el relato; haré al mundo sabedor de ello, creyendo así que es la mejor manera de aprovechar el poco tiempo de vida que me queda.
"Parece que lloverá. Por unos instantes alzo la mirada de la pantalla del ordenador para dirigirla a la ventana. Efectivamente, no tardo en divisar unas alarmantes nubes grisáceas que se abren paso con gran agresividad entre los altos tejados de las casas. Hacía ya rato que los débiles pinchazos en mi barriga me advertían de ello. Me ocurre a menudo; cuando se aproxima una fuerte tormenta, la peculiar cicatriz en forma de cruz que atraviesa mi vientre inicia su habitual dolor. La verdad es que nunca ha tenido muy buen aspecto, y no puedo negar que sea un tanto antiestético, pero me he acostumbrado a convivir con ella. Mi cicatriz me ha acompañado prácticamente desde que nací. Mi padre me explicó que cuando tenía tan sólo un año tuve que someterme a una complicada operación de corazón, la cual dejó esta desagradable huella.
Papá no está en casa, ha tenido que salir urgentemente a uno de sus típicos viajes de trabajo, y es posible que no regrese hasta el amanecer. Llegará, entrará en mi habitación y sigilosamente me despertará con un dulce beso en la mejilla, no sin antes haber depositado a los pies de la cama mi regalo de cumpleaños. Sí, porque mañana cumplo dieciséis años.
Absorta en estos pensamientos, reparo en que aquella reluciente sonrisa que descansa en esta foto desde hace quince años, tan habitual pero tan desconocida a la vez, se ha convertido repentinamente en mi centro de atención. De repente, un fuerte pinchazo recorre mi vientre. La cicatriz. Caerá una buena esta noche.
Habría pasado horas y horas durante todos estos años observando aquella foto de mamá, pero ahora, sin poder siquiera evitarlo, advierto cómo una lágrima desciende lentamente por mi mejilla mientras miro la foto. Quizá porque mañana se cumplen ya quince años de su muerte. Quince años de silencio, quince años lanzados al olvido, pues apenas sé nada de ella.
Papá siempre ha evitado hablar del tema. Lo poco que sé de mamá es que murió en un accidente de coche, justamente el día de mi primer cumpleaños. Sí, suena muy típico, pero es lo que mi padre me dijo desde un primer momento y, por lo tanto, lo que supuestamente yo tengo que creer. En alguna ocasión también me contó que era médico, y que trabajaba en un hospital de aquí de la ciudad.
Por lo que había ido investigando, hace quince años en la ciudad había únicamente un hospital, el psiquiátrico.
Este centro psiquiátrico, como todo centro psiquiátrico abandonado, se ha convertido en sujeto de muchas habladurías, y aquí todo el mundo conoce a la perfección que está maldito y la historia que se esconde tras él, la cual no es en absoluto menos terrorífica que las demás. Por esa razón me inquieta pensar que mi madre algún día trabajara en aquel horrible lugar. De todas formas, en un principio no tengo por qué preocuparme, pues he intentado preguntárselo en miles de ocasiones a mi padre y sin poder disimular su nerviosismo, lo ha negado, y ha cambiado rápidamente de tema.
Todo comenzó quince años atrás, fecha en que también el hospital cerró y quedó abandonado, para pasar únicamente a ser el centro de las leyendas urbanas de la ciudad. Es lógico que algo extraño pasó, pues un edificio sanitario como tal no se cierra de la noche a la mañana, pero realmente cuesta creer la cuestionable realidad que cuentan las malas lenguas.
Se cuenta que era una de las primaveras más espléndidas de la historia. El calor y el buen tiempo lucían desde semanas atrás, y los campos y jardines habían alcanzado su máxima belleza. Pero, de repente, rompiendo esta grata armonía hizo aparición una semana de fuertes tormentas que descargaron toda su ira provocando grandes inundaciones y arrasando con todo. Con las horribles tormentas, llegaron también una serie de extrañas desapariciones al centro psiquiátrico. Jamás había habido problemas con la vigilancia, pues el centro cuidaba con extrema precaución ese aspecto. Había guardias en toda puerta de salida e incluso cámaras de vigilancia en los pasillos y habitaciones. Pero aún con todo, y para conmoción de todos, es cierto que llegaron a darse hasta quince desapariciones. Nadie supo qué fue lo que pasó, ni cuándo, ni cómo, lograron los pacientes escapar. Y no sólo eso, sino que la incógnita se extiende también a cómo supieron burlar, una vez fuera, las medidas de seguridad que tomó la policía en Ia vana búsqueda por la ciudad de los deficientes mentales.
Todo este ritual de desapariciones se inició aquella trágica semana de tormentas. En un principio, se atribuyeron a los constantes apagones, los cuales habían supuesto una debilitación de la vigilancia. Pero estos testimonios no sirvieron sino para calmar las inquietantes sospechas y temores que afloraban en las mentes de los ciudadanos.
Lo cierto es que aquella semana no fue más que el comienzo, por lo que la barata excusa de los apagones de luz perdió fundamento, y comenzó a calificarse al hospital como un lugar inseguro. Tras aquellas cinco primeras intrigantes desapariciones, se sucedieron periódicamente otras diez. Cuando la cifra había alcanzado las quince, los enfermos fueron siendo trasladados a otros centros psiquiátricos por sus familiares, los cuales, atemorizados, huían incluso de la ciudad, y, poco a poco, el hospital fue quedando vacío hasta tener que cerrar sus puertas.
Entre tanto, aquellas últimas horribles semanas las enfermeras y trabajadores del hospital huían detectado alguna que otra intrigante anomalía higiénica. Desde hacía días un olor nauseabundo se extendía por todos y cada uno de los pasillos del hospital. En un principio, no se le dio importancia, pero con el paso de los días aquel olor putrefacto fue ganando intensidad, hasta el punto de hacer imposible la vida en el interior del centro. Junto a este extraño hecho estaba el del agua. Poco antes de cerrar definitivamente el centro, se habían percatado de que el agua había ido adquiriendo un peculiar color amarronado, que fue ganando también intensidad con el paso de los días, como si se hubiera sincronizado con aquel olor putrefacto, hasta llegar a adquirir un color granatoso. Nunca antes habían tenido ningún tipo de problema con la potabilidad del agua en la ciudad, y todo aquello parecía muy extraño. Varias empresas fontaneras estudiaron la situación, y, tras abrir e inspeccionar el interior de una de las cañerías, y tras comprobar que el interior de absolutamente todas las cañerías del edificio se encontraban en un estado similar, y sin lograr encontrar cualquier otra explicación lógica, quizá un poco menos terrorífica, tuvieron que resignarse a dar la noticia. De tal forma que quedó al descubierto el origen conjunto de aquel olor nauseabundo que invadía todas las estancias y el color granatoso del agua. Todas y cada una de las cañerías, por muy increíble que parezca, estaban repletas de una materia viscosa en proceso de putrefacción que despedía un olor prácticamente mortal. Carne humana.
La gente prefirió dejar las cosas como estaban y no indagar más, pero la realidad era evidente. De forma que, tras este horrible suceso, se conoció irremediablemente el paradero de aquellos quince pobres enfermos. Por mucho que lo intentaran negar, estaba claro que en el hospital alguien se había dedicado a ir matando y descuartizando uno a uno a todos aquellos cuerpos, para ocultar tras el asesinato los cadáveres en las cañerías del edificio, y quizá ese alguien había trabajado junto a mi madre.
Me basta con pensar en esto, con imaginarme el desastre sucedido, para sentir como un escalofrío recorre todo mi cuerpo. De nuevo la cicatriz. Nunca antes los pinchazos habían sido tan agudos.
De pronto me doy cuenta de que en estos quince años, nunca antes me había decidido a iniciar una búsqueda por toda la casa con el fin de encontrar algo que identificar con ella, algo que me ayudara a comprender mejor cómo eran mi hermano y mi madre, ya que mi padre parecía no estar dispuesto a poner mucho de su parte.
Sin pensármelo dos veces, y como si fuera mi instinto el que me guiara, me decidí a subir al desván. No tardé mucho en encontrar una vieja caja de cartón perfectamente cerrada, envuelta en una gruesa capa de polvo que me confirmó que había permanecido intacta durante al menos quince años. Me costó gran esfuerzo, pero logré abrirla. El interior de la caja estaba lleno de viejas cintas de video. Las fui sacando una a una, con cuidado. Aparentemente, eran todas iguales; una portada blanca con una pequeña cruz roja en la parte inferior. Aquella imagen me recordaba a algo. ¡Mi cicatriz! Sin apenas darme tiempo de asimilarlo, me di cuenta de que aquella figura tenía un perfecto parecido a mi cicatriz. Intrigada, abrí las cintas de video. En el interior, relucía una pegatina blanca, con la perfecta letra de mamá que escribía "Cumpleaños de la tía Carmen". Dudé un instante, pero que yo supiera en mi familia no había ninguna "tía Carmen". Continué mirando. "Cumpleaños del tío Carlos", "Cumpleaños del tío David". .. En todas ellas, hasta quince, estaba escrito el cumpleaños de tíos inexistentes. Cada vez estaba más intrigada. Decidí bajar al salón, y ver todas aquellas cintas. Tal vez en alguna de ellas aparecieran papá y mamá.
Introduje una de las cintas en el video. No pasó nada. Tras varios minutos, cuando estaba ya apunto de sacar la cinta pensando que estaba en blanco, una habitación de hospital apareció en la pantalla. La imagen era en blanco y negro, aquel amueblado antiguo, y aquella mujer solitaria, tumbada indefensamente en la cama,le daba un aire fantasmal a la secuencia. Pasaron varios minutos y la misma imagen permanecía, tan sólo con la alteración de algún leve movimiento realizado por la muchacha que yacía tristemente en la cama.
Entonces fue cuando una enfermera entró en la habitación con paso decidido, y con movimientos decididos también cerró la puerta con llave. A jurar por la expresión de pánico que se apoderó de la enferma, aquel movimiento por parte de la enfermera no debía ser muy normal. El, rostro de la enfermera quedaba oculto en todo momento, pues aparte del gorro que ésta lucía, daba siempre la espalda a la cámara. La enferma inyectó algo en el brazo de la muchacha, y ésta quedó profundamente dormida. Pensé que se trataría de la grabación de alguna de las cámaras de vigilancia del hospital en que trabajaba mi madre. Nada extraño ocurrió hasta que, para mi sorpresa, la enfermera comenzó a desnudar violentamente a la mujer con una habilidad sobrenatural. Una vez hubo lanzado al suelo con fuerza todas y cada una de las prendas que llevaba puestas la muchacha, observé aturdida cómo extraía un enorme cuchillo de uno de los bolsillos de su bata. Sin mirar en ningún momento a la cámara, comenzó a abrir en canal el vientre desnudo de la muchacha. Un río de sangre comenzó a surgir como por arte de magia de todo punto que tocaba el filo del cuchillo. Un río, que fue a desembocar al suelo, convirtiéndolo al poco en un terrorífico mar rojo. Tanto su frialdad como su habilidad a la hora de deslizar el afilado cuchillo sobre la piel de la joven me dejó boquiabierta, los trazos eran rápidos y firmes, mejores de lo que podrían haber sido los de una obra del más preciso delineante. A este profundo corte, le unió otro en horizontal. Cuando hubo terminado, pude comprobar la perfecta cruz que ahora estaba dibujada. en el vientre de la joven. Una cruz idéntica a la mía. Me estremecí como jamás me había estremecido.
Tras esto, aquella loca mujer estalló en horribles carcajadas que quedarán para siempre grabadas a fuego en mi memoria. Al parecer satisfecha con su dibujo, se dispuso a iniciar una faena más complicada y terrorífica todavía. Violentamente, como si de un salvaje carnicero se tratara, comenzó a descuartizar el cuerpo. En apenas unos minutos, el cuerpo que anteriormente yacía sobre la cama era totalmente irreconocible. Un sinfín de trozos de carne se esparcían sobre la cama. La mujer, eufórica, endemoniada por la locura, se giró de repente y le dirigió una escalofriante sonrisa a la cámara. Yo, frente a la televisión del salón, no me tenía en pie. Todo mi cuerpo se batía en fuertes convulsiones y sentí que el corazón iba a saltar de mi pecho en cualquier momento. ¡Era mamá! No podía creer lo que estaba viendo. Aquella loca asesina era idéntica a la de la foto que descansaba desde hacía quince años sobre mi mesita de noche.
Entre sollozos logré sacar la cinta del aparato de video. No sé de dónde saqué el valor. Pero lo cierto es que sin darme cuenta ya había metido otra cinta en el interior del video. Esta cinta no la había visto antes, hacía el número dieciséis. Era idéntica a las otras, pero en la etiqueta blanca del interior estaba escrito: "Primer cumpleaños de Verónica". Mi cumpleaños.
De nuevo, tras unos minutos con la pantalla negra, apareció en la pantalla la misma habitación de la otra cinta, limpia de todo río, limpia de todo mar, la misma habitación en que aquella madre loca había llevado a cabo su triunfal matanza. Pero esta vez no había nadie tumbado en la cama. Había algo que llamó todavía más mi atención. En el centro de la habitación, junto a la cama un carrito de bebé estaba aparcado. El bebé comenzó a llorar, y justo en aquel momento apareció una enfermera. Aquel paso decidido, aquella forma de cerrar la puerta con llave... lo reconocí al instante, era mi madre. Mis temores se confirmaron, aquel bebé era yo. Mi madre, sin muestras de agresividad alguna me cogió en brazos con todo el cariño que una madre es capaz, y comenzó a mecerme hasta que mi llanto cesó. En aquel momento, la locura pareció llegar a la habitación como una gran ventisca, y descargó toda su ira contra mi madre. Recobrando la personalidad animal con la que la había visto actuar en la otra cinta, me lanzó sin miramientos sobre la cama y comenzó a desnudarme. De nuevo el cuchillo. Aquel afilado cuchillo que recordaré siempre. Yo lloraba y pataleaba como jamás he visto llorar a nadie, pero la furia de mi madre no tuvo problemas para luchar contra mi indefenso cuerpo, que en un segundo estuvo completamente inmovilizado y con un corte que lo abría en canal. Alternando su violencia con estridentes carcajadas, mi madre, loca, comenzó a trazar un corte perpendicular al ya sanguinolento corte trazado. No pude aguantar más y me tapé los ojos. Sabía que el suceso no iba a poder ir mucho más allá, la cinta acabaría en breves momentos, porque de no ser así haría ya quince fatídicos años que habría muerto. Pero como podréis imaginar aquellas imágenes habían hecho llegar a mí todo el pánico que un cuerpo es capaz de soportar. Estaba completamente fuera de mí. De repente, cuando un sudor frío había cubierto todo mi cuerpo, mis ojos se había desencajado y una palidez mortal había descolorido mis mejillas, vi cómo la puerta de la habitación de la pantalla cayó al suelo. El fuerte estrépito hizo que el cuchillo saltara
de la mano de la asesina y volara por los aires hasta perderse tras la ventana en el abismo de la noche. Mi padre se abalanzó sobre mi madre con una furia sobrenatural y la inmovilizó. Mamá estaba completamente loca. Comenzó a dar fuertes patadas y a agredir a mi padre, que cayó al suelo, dejando el paso libre a mi madre loca. Ésta, con una expresión diabólica en el rostro, y sin dejar de reír un solo instante, huyó corriendo de la habitación como alma que lleva el diablo, para no volver jamás.
La pantalla quedó completamente negra. La violencia con la que el corazón me latía era extrema. Todavía no sabía muy bien qué me aterrorizaba más, saber que mi madre se acababa de convertir en la famosa asesina del psiquiátrico maldito o el hecho de que era posible que no estuviera muerta. Pensar que había intentado matarme ya en una ocasión. Pensar que esta noche se cumplían quince años de su supuesta muerte. Quince años del cierre del hospital. Quince cintas de video. Quince desapariciones. Quince muertes. Hoy se terminaban mis quince años. Hoy se terminaban mis años. ¿Quién podía asegurarme que esta noche no regresaría?"
Lo sé. Sé que suena absurdo. Sé que son demasiadas coincidencias, demasiados descubrimientos en tan sólo una tarde. Pero si no estaba segura de su total veracidad, la cinta que acabo de encontrar en el fondo de la vieja caja, mientras escribía este relato, ha confirmado mis horribles sospechas. Es una cinta como las demás. Nada de especial. Solamente el título de la etiqueta. "Decimosexto cumpleaños de Verónica". Todavía no he tenido el valor de poner la cinta. No antes de acabar el relato. No antes de estar segura de que esta verdad será conocida por el resto del mundo. Porque algo me dice, quizá el dolor profundo, el río de sangre que ha comenzado a derramar mi cicatriz desde que he visto aquella segunda cinta, o la lluvia que ha comenzado ya a caer, que en el momento en que comience a ver esta tercera, basada en el suceso que probablemente ocurra esta noche, basada en mi propia muerte; moriré.
En un intento de salvarme, quizá sería más lógico no ver esta cinta. Pero desde el momento en que he subido al desván, algo me decía que la muerte me acechaba, y como sería negar lo evidente, meto la cinta en la ranura y pulso play.
Como esperaba, la pantalla sigue negra durante unos minutos. Al fin, una sala extremadamente conocida por mí, aparece en la habitación: el salón de mi casa. Allí, en medio de la pantalla, observo una persona sentada en uno de los sofás, frente a la tele, escribiendo en un papel. Lentamente, me giro en busca de la cámara de vigilancia, que a juzgar por el ángulo desde el que está enfocada la imagen, debe de estar sobre la puerta de la cocina. Sabiéndolo, pues aquella ya conocida y estridente carcajada me lo confirma, acabo de entrar de frente en el error más terrible de mi vida.
No logro distinguir una pequeña cámara sobre la puerta, pero sí consigo ver cómo la figura de una mujer se aproxima, llevada por la locura, corriendo hacia a mí con un enorme y afilado cuchillo en la mano.
Un mar rojo se extiende a mis pies.
MARÍA PARDO