II.
Estaba tumbada en mi cama, escuchando música con el MP3, esperando a que me diera algo de sueño y poderme dormir; pero necesitaba algo y no sabía el qué. Llevaba así algo más de un mes; desde entonces, no había podido dormir bien. Una amiga mía llevaba así también unos dos meses…
En casa notaba que faltaba algo: las estanterías que antes estaban llenas de alguna cosa, que no logro recordar qué era, ahora están vacías. En el instituto también había algo que faltaba: toda una sala estaba llena de estanterías vacías… No se por qué.
El primer día que eché en falta algo por las noches, conocí a un chico unos dos o tres años mayor que yo. Me contó una historia sobre un violinista que había escondido algo en una pieza musical suya y un joven músico, también violinista, lo intenta descubrir. Esa historia era igual que la que me explicaba alguien por las noches; pero no me la explicaba nadie en concreto porque no había nadie en mi habitación más que yo y, además, estaba escuchando música, así que no podía haberla escuchado, tendría que haber sabido de ella de otro modo, pero no sé de ningún otro modo de difundir una historia que de manera vocal. Fue gracias a él que empecé a notar que faltaba algo en mi vida y no sabía qué era.
Hace una semana estaba en clase y vi que caía algo del cielo, así que al acabar las clases fui a buscar aquel objeto tan peculiar. Era una carpeta llena de láminas flexibles y blancas, todas unidas por un lado a la carpeta. Tenía unos dibujos extraños, todos eran muy parecidos y se repetían muchas veces. Había algún que otro dibujo que sí sabía qué era. Contaba la historia de una niña muy desgraciada que iba pidiendo limosna pero nadie le daba nada; llegó el invierno y la pobre niña murió sepultada bajo la nieve por el frío que tenía y una casa que le faltaba en la que se habría podido refugiar.
Entonces recordé cómo sabía de aquella historia que me había contado aquel chico: la sabía porque la había leído y recordaba todos y cada uno de los caracteres que formaban esa carpeta y cómo se llamaba en realidad: se llamaba libro.
Me fui corriendo a casa y se lo enseñé a mi madre y, de repente, aparecieron todos los libros de mi casa. Todos y cada uno de ellos, desde el diccionario que me regalaron al hacer la Primera Comunión hasta el último libro que me había comprado.
Al día siguiente, se lo enseñé a mi amiga y también recordó todo lo relacionado con los libros. Corrimos de un lugar a otro enseñando los libros hasta que todo el instituto recordó la existencia de los libros. Todos nos comprometimos a enseñar un libro a la gente que conociéramos para que recordaran lo fantástica que era la lectura y, así, reaparecieran los libros.
A los pocos días, volví a ver a aquel chico, me preguntó qué tal me iba y le expliqué todo lo que me había pasado desde que le conocí y que, gracias a él, habíamos vuelto a leer e impediríamos que volviese a pasar una cosa así.
Irene Sánchez, 2º E.S.O.